Manuel de Unciti. Agradecimientos.

UN AGRADECIMIENTO DE CORAZON PARA MANUEL QUE TANTO AMOR NOS ENSEÑO EN EL MUNDO MISIONERO. HASTA MAÑANA EN EL ALTAR.

La Comisión Episcopal de Medios de Comunicación Social de la CEE le concedió elpremio Bravo de Prensa en 1990 y el premio Bravo especial a Toda a una Vida en 2003.
Manolo, te mereces este abrazo de ternura
(Artículo de Juan Rubio en Vida Nueva)
Breve, como han de ser los cortos en el periodismo, pero intenso, como deberían ser. Ha muerto Manuel Unciti, ese donostiarra hecho madrileño a quien tanto le debe la Iglesia española y al que tan descaradamente ningunearon desde las altas instancias. A Manolo le ha dado siempre igual, porque «sabía muy bien de Quién se había fiado». Manolo es uno de los grades; no digo era, sino es, porque su secuela sigue.
Conocí a Manolo en la década de los setenta, cuando yo me formaba en el Seminario de Jaén. Andaba entonces él metido en los más variados temas, pero allá fue a hablarnos de misiones, su gran obra, su gran tarea que le mantuvo cerca de los pobres y marginados, en las verdaderas periferias. Para mí fue una delicia y una impresionante lección de vitalidad y compromiso. No lo olvido.
La última vez que lo vi fue en un acto, no recuerdo dónde, pero si recuerdo su mano tendida y su blanca sonrisa. Manolo sabía, como nadie, poner adjetivos, sin ofender, y hacer que el humor asomara en las líneas que escribía como en sus labios.
A Manolo hay muchas cosas que reconocerle, pero una de ellas es para quitarse el sombrero: su pasión por la forja de jóvenes periodistas, buenos periodistas, excelentes periodistas. Uno de ellos es hoy mi hombre de confianza en Vida Nueva, José Lorenzo, el redactor jefe. Tiene este buen compañero el honor de haber trabajado en la misma revista que su querido maestro. Él ha sido el que me ha dado, conmovido, la notica, porque él ha estado muy cerca en sus últimos días.
Se van marchando muchos grandes, como si una época languideciera, pero me da alegría saber que se marchan con la alegría de ver a Francisco en la sede de Pedro. Manolo, como todos ellos, ha tenido que pasar por momentos duros en los que el rostro de la Iglesia, más Maestra que Madre, se oscurecía.
Ahora pueden irse en paz, como el anciano Simeón, después de ver que una sonrisa desde el Vaticano habla de misericordia entrañable, de curar las heridas, de lanzarse al camino para abrazar al que se queja y retrocede.
Manolo ha sido uno de esos grandes que ha sabido verlas venir, verlas llegar y, sobre todo, verlas pasar. La sabiduría del anciano. La Iglesia española le debe mucho y ha sido mediocre en sus juicios sobre él y su labor. No fue hombre de sacristía, sino de la pobreza viva de los muchos lugares que visitó en su vida.
No es hora de biografías, ni de homenajes, sino hora del recuerdo agradecido por alguien que ha dejado en la vida la herencia de su honestidad, de su integridad, de su hondura, de su profesionalidad y su amor a la Iglesia viva, en una eclesiología de autentica comunión, no falsa.
Manolo, mientras escribo esto, escucho a propósito Las noches de Auvergne interpretada por María Victoria de los Ángeles, algo que solo hago cuando muere a alguien a quien admiro. Con esa música quiero, desde este frío Madrid, renovarte la cita en el amor. Tu trabajo no quedó en tierra baldía. Hoy tiene grandes retoños, y tu amor a la Iglesia solo le importa a Aquel que ya te ha dado ese abrazo de ternura que te mereces.


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