DESIERTO.
Desde hace meses, vivo los estragos de la corrupción. Oh, no la corrupción a gran escala. ¡No!. La corrupción invisible. La del agente, al que le paso un billetico para que no me parte. La del control técnico del vehículo, donde tengo que dejar otro billetico al empleado en la guantera para que mi carro pase. La de la administración, que me pone a realizar vueltas y vueltas para nunca solucionar nada sino con algún dinero para “aceitar” la máquina. La del gas doméstico, que para instalar, aunque todo esté en orden, me inventa una norma para quedarse con un salario extra.
Es una “vacunación” permanente que lejos de aliviarme como enfermo me deja cada vez peor.
Y estoy harto de esto. Pero parece que no tiene solución. No tiene fin. ¡Pendejadas!
Y si el Evangelio tiene realmente algo que ver con mi vida de hoy, tengo que encontrar algo en Él que me de pistas.
Analizamos pues el fenómeno crudamente antes de indagarlo a la luz de la Palabra de Dios.
El funcionario de turno explica su conducta porque dice vivir de un salario que no le alcanza. Justifica este hábito por el solo hecho que, en su trabajo, todos lo hacen, que no se puede poner en contra de sus compañeros. Acredita también lo mismo porque ve a diario su jefe, al congresista, al ministro y hasta el presidente tener presunción de hacerlo.
Yo, como usuario, me doy el permiso de burlar la ley que me parece injusta, me salgo de un mal paso, gano tiempo y me garantizó la impunidad y la seguridad.
La administración pareciera hacer todo lo que está en su poder para incentivar esta práctica reprochable multiplicando hasta el infinito las reglas, las firmas necesarias y los empleados ineficientes.
Parece que la práctica no haya cambiado desde hace siglos: voltear las normas para su bien propio, amañar la ley para sacarle ventaja, aprovechar de la gente, especialmente de los sencillos, para recibir extras sustanciales, no solo en dinero sino en prebendas, favores y favoritismos.
La complejidad de las leyes, reglamentos, órdenes, estatutos en cualquier ámbito que sea, incluyendo lo religioso, conlleva consigo varias consecuencias adicionales de las cuales tengo que estar prevenido para poder saber porque tengo que combatir este fenómeno:
– Estorba el entendimiento de la razón última de estas legislaciones, la mayor parte promulgadas con un buen propósito
– Adormece la consciencia del victimario y de las victimas hasta que poco a poco quede permeable a hechos aún más graves como el robo a gran escala, la violencia extrema o el asesinato.
– Envenena el alma y el corazón de ambas partes, aumentando el resentimiento social: el que pide porque nunca se le da lo que supuestamente él se merece; él que da porque frente a trabajar duro esto le parece una manera fácil de conseguir.
– Aleja y difunde miedo de acercarse a la institución. ¿Quién no teme de relacionarse con la policía, cuando es ella la encargada de velar por nuestra seguridad?
– Desconcierta y desmoraliza los que aún siguen fieles a sus ideales de honestidad y respeto de todas las personas.
En el Evangelio, veo en varias ocasiones a Jesús enfrentado a los fariseos que azotan a la gente con sus 673 medidas para respetar la Ley de Moisés. Igualmente, lo vemos furibundo en el templo tumbando las mesas de los “mercaderes” del templo.
En los 2 casos, lo leo tan enojado que no puedo dudar que allí me quiere enseñar algo muy importante para mi existir. ¡Tan importante que fue una de las mayores razones que tuvieron los religiosos de su tiempo para crucificarlo!
Y que esta oposición a los “debajo de mesa”, a la “mermelada” administrativa, política, económica o religiosa haya llevado al Maestro, al Hijo de Dios, a la muerte infame de la Cruz, me tiene que dejar altamente alertado.
Y si este hecho deja también actuando el Papa Francisco – sus posiciones, predicas y actos lo demuestran – tendría yo que buscar y encontrar una manera respetable, pero eficaz de denunciar y actuar de forma renovada frente a este flagelo.
Nuevamente, mi respuesta de cristiano tiene que ser el Amor: amor y delación a los perpetradores, amor y ayuda a las víctimas, amor a las estructuras que me permitan vivir en sociedad y lucha para la simplificación de las mismas cuando no dejan respirar y sirven al egoísta beneficio de algunos.
Simplificar, volver entendible y alegre para todos, popularizar el valor de la fe y sus verdades, estudiar la Buena Nueva desde su sencillez, orar humildemente, testimoniar con una vida disponible para servir, dinamizar la gran estructura que, algunas veces, esconde el mensaje vivificador, entusiasta y revolucionario de Jesús, a fin de atraer a los tibios y a los alejados, a los indiferentes, a los analfabetas religiosos y de cautivar nuevamente a los ya convencidos, es mi tarea como seguidor del Señor.
Frente a los miles de códigos de conducta, liturgias suntuosas, condiciones morales, laberintos normativos, construidos como barreras, Mi Querida Iglesia tendría, a la imagen de Jesús y de nuestro Papa Francisco, que aprender a aliviar las cargas de los hombres para poder volver a ser una opción de vida valida, atractiva y salvífica.
Un mundo lleno de desesperación se lo pide a gritos.
Si no trabajo para esta misión, no podre llorar cuando Mi Iglesia se vuelva un desierto… y el mundo mucho más desesperanzado.