Niños o adultos Icebergs…..

NIÑOS ICEBERG

Introducción. Leí hace poco en un libro en el que salía la expresión «niños iceberg», que se refiere a los niños que se presentan demasiado felices cuando la realidad que los rodea los ha dejado huérfanos. Y ese recurso del disimulo, de la ocultación, de no ser sincero y esconder la realidad, creando una felicidad idílica, es algo que no se reduce a los niños, sino que también se encuentra en muchos adultos. Edulcorar la realidad, maquillándola, para que se muestre a los demás como una vida dichosa, cuando lo que en realidad vivimos es puro dolor y soledad. Se comportan como si tuvieran una vida estable, pero lo que esconde es un vacío inmenso. Aprenden a flotar enseñando lo que no quieren que veamos y escondiendo lo que quieren que descubramos. Es como si llevaran dentro al adulto que serán mañana, o como si hubieran tenido que aprender demasiado pronto que la imaginación, la creación imaginaria de paraísos artificiales es a veces el único salvavidas en un mar oscuro. Quieren que los veamos, pero necesitan asegurarse de que quien los ve sabrá entenderlos y no hacerles daño. No mencionan lo que les duele, lo evaden, lo esconden, lo intentan olvidar, pero sabemos que la solución nunca está en esconder lo que sufrimos, sino en aportar luz para que se sane la herida profunda de la orfandad o de las carencias afectivas. Hay heridas en todos nuestros pasados que la fe busca sanar y reconciliar. No estamos llamados a vivir una vida de disimulos o de evasivas, sino de enfrentar la verdad que nos hace profundamente libres (cf. Jn 3,16).

Lo que Dios nos dice: «Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él. El que cree en él no es juzgado; el que no cree ya está juzgado, por no creer en el Hijo único de Dios. El juicio versa sobre esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz. Y es que sus acciones eran malas. Quien obra mal detesta la luz y no se acerca a la luz, para que no delate sus acciones. En cambio, quien procede lealmente se acerca a la luz para que se manifieste que procede movido por Dios» (Jn 3,17-21).

Los niños iceberg, o las personas iceberg detestan la luz, no aceptar verse enfrentadas a sus propios límites, porque los consideran demasiado traumáticos. Y es comprensible, se puede llegar a entender, que el ocultamiento de lo doloroso, el buscar conscientemente el olvido de lo que nos dañó, puede servir para diluir nuestro sufrimiento. Pero lo que Jesús hace con todo su amor y su misericordia es querernos mostrar su rostro que nos restaura.

«Habla mi amado y me dice: ¡Levántate, amada mía, hermosa mía, ven a mí! Porque ha pasado el invierno, las lluvias han cesado y se han ido, brotan flores en la vega, llega el tiempo de la poda, el arrullo de la tórtola se deja oír en los campos; apuntan los frutos en la higuera, la viña en flor difunde perfume. ¡Levántate, amada mía, hermosa mía, ven a mí! Paloma mía que anidas en los huecos de la peña, en las grietas del barranco, déjame ver tu figura, déjame escuchar tu voz, porque es muy dulce tu voz, y es hermosa tu figura» (Cant 2,10-14).

Hay una invitación a construir nuestra vida, no en la preocupación por lo que aparentamos y los demás ven, sino lo que nosotros realmente somos. Dios nos recuerda una y otra vez que nosotros somos sus hijos amados, que nos ve hermosos, preciosos, únicos y que no podemos vivir mendigando amores. No hace falta que construyamos personajes de nosotros mismos para lograr la aprobación. Vivir como hijos de Dios es la dignidad más grande que cualquier persona y ser consciente de ello nos libera de complejos y de comparaciones. Dios nos advierte que ocultar la luz que Él ha puesto en cada uno de nuestros corazones tiene que brillar. Nada de enterrar, de avergonzarnos, de ocultarnos.

«¡Ay del que pleitea con su artífice, vasija contra el alfarero! ¿Acaso dice la arcilla al artesano: ¿Qué estás haciendo, tu vasija no tiene asas? ¡Ay del que le dice al padre: ¿Qué engendras?, o a la mujer: ¿Por qué te retuerces? Así dice el Señor, el Santo de Israel, su artífice: Y vosotros, ¿vais a pedirme cuentas de mis hijos? ¿Me vais a dar instrucciones sobre la obra de mis manos? Yo hice la tierra y creé sobre ella al hombre; mis propias manos desplegaron el cielo, y doy órdenes a su entero ejército» (Is 45.9-12).

Los niños iceberg se pierden la experiencia de vivir en casa, de saberse acogidos, de descubrir a los demás como familia, no rivales o depredadores. La confianza que nace de conocer la bondad de Dios llena a sus hijos de una confianza que se irradia en todos los aspectos de la vida.

Cómo podemos vivirlo. Esta vez es san Pablo quien nos lo explica: «Tened siempre la alegría del Señor; lo repito, estad alegres. Que todos reconozcan vuestra clemencia. El Señor está cerca. Nada os preocupe. Antes bien, en vuestras oraciones y súplicas, con acción de gracias, presentad a Dios vuestras peticiones. Y la paz de Dios, que supera la inteligencia humana, custodie vuestros corazones y mentes por medio del Mesías Jesús» (Flp 4,4-7). Que la paz de Dios custodie nuestro pasado, lo reconcilie, lo cure, a base de amor y de ternura, lo propio de Dios.


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