EL RELOJ DE ARENA
Introducción. Toda la vida de Jesús tras la resurrección sigue el mismo dinamismo de abajamiento, que vivió Jesús en su vida histórica. El buscar de forma creativa la projimidad, la comprensibilidad, la confianza y el asombro de unos discípulos que vivían en un estado de shok postraumático. Que las personas se sientan comprendidas y restauradas por la presencia salvadora de nuestro Dios. La cercanía del resucitado, que sale a buscar a sus discípulos, allá donde el miedo los ha llevado y con una actitud de misericordia, de cuidado delicado, vuelve a reconstruir los lazos de intimidad y de mutuo reconocimiento, que la crisis de la cruz había destrozado.
Lo que Dios nos dice. No retuvo su divinidad como una propiedad privada, sino que vino a donarla y a regalarla de forma gratuita a toda la humanidad. En Filipenses 2 habla Pablo del despojamiento de sí mismo:
«Si algo puede una exhortación en nombre del Mesías, o un consuelo afectuoso, o un espíritu solidario, o la ternura del cariño, colmad mi alegría sintiendo lo mismo, con amor mutuo, concordia y buscando lo mismo. No hagáis nada por ambición o vanagloria, antes con humildad tened a los otros por mejores. Nadie busque su interés, sino el de los demás. Tened los mismos sentimientos del Mesías Jesús, el cual, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios; sino que se vació de sí y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres. Y mostrándose en figura humana se humilló, se hizo obediente hasta la muerte, una muerte en cruz. Por eso Dios lo exaltó y le concedió un nombre superior a todo nombre» (Flp 2,1-9).
Pero esa intención de hacerse comprendido, la siguió viviendo a lo largo de su vida. Un momento especialmente icónico fue el lavatorio de los pies. Al celebrar la cena pascual, el ponerse de pie, el quitarse el manto, el ceñirse la toalla, coger el lebrillo y ponerse a lavar los pies es imagen del situarse frente al otro en clave de reconocimiento. Eres valioso y mereces que me sitúe a tus pies y te sirva. Es la misma actitud que experimentó Jesús, cuando vivió el encuentro con Marta y María, las hermanas de Lázaro.
«Yendo de camino, entró Jesús en una aldea. Una mujer, llamada Marta, lo recibió en su casa. Tenía una hermana llamada María, la cual, sentada a los pies del Señor, escuchaba sus palabras; Marta se afanaba en múltiples servicios. Hasta que se paró y dijo: —Maestro, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en esta tarea? Dile que me ayude. El Señor le replicó: —Marta, Marta, te preocupas y te inquietas por muchas cosas, cuando una sola es necesaria. María escogió la mejor parte y no se la quitarán» (Lc 10,38-42).
Una actitud muy diferente a las nuestras. Donde nos hacemos fuertes, convencidos de que estamos cargados de razones para que los demás nos escuchen y acepten nuestra forma de pensar. Y cuando tenemos conflictos o divergencias, notamos la tensión y las luchas de “egos” en las que a veces nos encontramos. Al resucitar, volvemos a encontrar a Jesús en ese camino de hacerse cercano y comprensible para sus asustados discípulos. Nos narra el evangelio el deseo de Jesús de no ser confundido con un fantasma, ni con una presencia paranormal. Es el de siempre, su amigo, el que comía con ellos. Es la insistencia de preparar pescado en las brasas, comer, beber. Gestos sencillos que les recordaban toda la historia de amor recorrida junto a ellos. Es como un iceberg que asoma una parte, pero oculta la mayor parte de su volumen. El Jesús histórico nos muestra su humanidad divinizada. Pero oculta toda la vida eterna de la que es portador. Esa vida nos la quiere regalar. Pero solo a través de gestos y palabras que nosotros podamos entender. Y tras la resurrección parece que el iceberg se da la vuelta. Lo que muestra Jesús resucitado es su divinidad de una manera diáfana. Lo que en la transfiguración se vivió como un fogonazo, en el tiempo pascual se vive como una constante.
«En aquel tiempo los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron: —¿Quién es el más grande en el reino de Dios? Él llamó a un niño, lo colocó en medio de ellos y dijo: —Os aseguro que, si no os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el reino de Dios. Quien se humille como este niño, es el más grande en el reino de Dios. Y el que acoja a uno de estos niños en atención a mí, a mí me acoge» (Mt 18,1-4).
El que quiera captar lo divino que se esconde en medio de lo humano que se haga pequeño y que aprenda a descubrir en lo pequeño la huella de Dios. ¿Qué tendrá lo pequeño que a Dios tanto le gusta? Escribía el poeta. Pues tiene todo lo que Dios necesita. Como el reloj de arena. Se vacía de grandezas, de ambiciones, de éxitos y logros, para dejar el espacio vacío que Dios es capaz de llenar. El dinamismo que vivió María, la madre de Jesús.
Como podemos vivirlo. El tiempo de Pascua nos tiene que enseñar a buscar el encuentro con el resucitado en lo cotidiano. Al mirar las manos y los pies que se disponen a servir, a cuidar, a ayudar. Manos cargadas de cariño, de generosidad, de cuidado. Miradas que restauran, que valoran, que se vuelven apreciativas. Palabras que salen de lo profundo del corazón, que hacen vibrar los corazones. ES tiempo de resucitar juntos, de celebrar juntos, de festejar en familia. EN COMUNIDAD.
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