- CREO EN EL ESPÍRITU SANTO
Introducción. Hoy se nos invita a acoger al Espíritu Santo no de una forma racional sino vital. No tratamos temas, sino que favorecemos experiencias. Cómo necesita alguien que se ahoga el aire para respirar, así tendríamos que pedir, con urgencia, que venga sobre nosotros la fuerza renovadora del Espíritu. Su acción siempre aparece en la Biblia cuando lo humano ha llegado a su límite. Precisamente el Espíritu es el activador de la confianza en el Dios que no tiene imposibles. «El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios. También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible» (Lc 1,35-37). El Espíritu Santo viene diariamente a quitar todos los techos, a liberar de las cadenas, a borrar todos los límites que el miedo edifica en torno a las posibilidades de lo humano. Nos han creado para vivir en casa, para no ser esclavos, sino hijos, y si hijos herederos. Pero el pecado nos ha distorsionado toda la forma de aproximarnos a la realidad. Distorsiona nuestra forma de mirarnos a nosotros mismos. Tenemos una relación de jueces permanentes de lo que hacemos, de lo que vivimos. Nos auto saboteamos permanentemente señalando los fallos, los errores, las malas decisiones y nos repetimos hasta la extenuación que no merecemos ser amados.
Se ha instalado la sospecha con los demás. La distorsión fruto del pecado nos hace ver enemigos, dónde lo que en realidad hay son hermanos. Nos sentimos amenazados, atacados, maltratados, y levantamos escudos y corazas para que no nos hagan sufrir. La confianza se reduce, el engaño y la utilización son el pan de cada día. Nos explotamos, nos exprimimos mutuamente en un ambiente de exigencia insoportable.
Y la distorsión de nuestra mirada sobre todo nos lleva a mirar a Dios como un juez, no como un padre. Y eso nos va degenerando profundamente porque solo desde el sentirnos hijos crecemos de forma saludable. Solo desde el amor la libertad germina. Pero un Dios que da miedo es lo que aleja definitivamente lo humano de lo divino. Se esconde, se oculta, se pierde.
Lo que Dios nos dice. «Así pues, habiendo sido justificados en virtud de la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, por el cual hemos obtenido además por la fe el acceso a esta gracia, en la cual nos encontramos; y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Más aún, nos gloriamos incluso en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud probada, esperanza, y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5,1-5).
El Espíritu Santo es la personificación del amor de Buen Pastor. Es el dinamismo amador de Dios, el dador de vida que sale a través de una creatividad inagotable a perseguir lo que está perdido, a devolver la vida a lo inerte. A reactivar el latido en los corazones paralizados y agotados. El Espíritu es el que devolvió la vida a la multitud de huesos secos del valle de Ezequiel. El que puso en orden el caos inicial, convirtiendo una ciénaga acuosa en el barro original del que nació la vida. Es el que rodea de amor el barro y lo convierte en tesoro. Es el que deshace las distancias y las divisiones que crea la diversidad y la convierte en la riqueza de la comunión. Ser diferentes no nos hace enemigos, nos convierte en complementarios, en enriquecedores de la vida de los demás. En Pentecostés el Espíritu se revistió de fuego. No deja los corazones fríos, sino que los inflama y los llena de calor. Y cuando el Espíritu Santo aparece todos entendemos a Dios como si de un traductor se tratase. El Espíritu nos traduce la voluntad de Dios y es tan humilde que aparece en nuestras vidas como una ocurrencia nuestra. Él es la inspiración, Él es el que con mociones insistentes nos anima a salir al encuentro de las necesidades de los demás. El Espíritu aparece como un inquietador. Es el que no nos deja instalarnos en la autocomplacencia. No nos quiere en la vida parados o al borde de los caminos. Nos quiere en la pomada. Ser luz como Él lo es. Es el que da sabor a los días. Es la sal, es el picante, es el sabor a Dios en medio de la historia. Nosotros tendemos al pesimismo, él Espíritu es el que llena de frutos nuestras vidas. «En cambio, el fruto del Espíritu es: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí. Contra estas cosas no hay ley» (Gal 5,22-23).
Cómo podemos vivirlo. Somos invitados a aprender a reconocerle. Su acción nos lleva acompañando desde el momento de nuestra concepción. Vivimos por su acción en nuestra carne. Pero aprender a convivir con el Espíritu es dejarnos invadir por su invitación permanente a no quedarnos en la superficie. Nos invita a la profundidad. A nadar mar adentro de la realidad. A no llevar una vida superficial y frívola, sino adentrarnos en la huella divina que lo envuelve todo. A ser encuentro que llena de alegría cada situación, que invita a danzar, a bailar, a expresar por toda la tierra que la gloria de Dios inunda la tierra.