Las columnas que sostienen el Mundo

Empecemos por preguntarnos cuáles son, en realidad, las
columnas que sostienen el mundo en que vivimos. Haced esta
pregunta por las calles, y todos os responderán -con impudicia
y sin la menor vergüenza- que «el sexo, el dinero y el poder».
Los tres ídolos, los tres quicios, las tres columnas que sostienen
el camino de la humanidad. ¿Y no estará el mundo tan
enloquecido precisamente por apoyarse en tales pilares casi
con exclusividad? Un hombre de hoy triunfa -decimos- cuando
tiene esas tres cosas. Y está dispuesto a luchar como un perro
por esos tres huesos si están lejos de él.
Naturalmente, no voy yo a decir nada contra la sexualidad,
que está muy bien inventada por Dios como uno de los grandes
caminos por los que puede expresarse el amor. Hablo aquí
del sexo sin amor, que parece ser el gran descubrimiento de
los tiempos modernos. Tal vez de todos los tiempos, pero de
ninguno con los tonos obsesivos que la erotización ha conseguido
en el nuestro, hasta el punto de que hay que preguntarse
si no vivimos ya en una civilización de adolescentes inmaduros.
El hombre de hoy no es que disfrute del sexo, es que parece
vivir para él. O eso, al menos, quiere hacernos creer el ambiente
de nuestras calles, las pantallas de nuestros televisores, el
pensamiento circulante de los predicadores de la libertad sexual.
Léon Bloy podría decir hoy más que en su siglo que para el
hombre real la mayor de las bienaventuranzas es llegar a morir
en el pellejo de un cerdo. ¿ Pero hay algo menos libre que lo
que llaman la libertad sexual?
No estoy escribiendo estas líneas como un «moralista». Simplemente
como un hombre preocupado. Porque creo que
Unamuno tenla toda la razón del mundo cuando aseguraba
que «los hombres cuya preocupación es lo que llaman gozar
de la vida -como si no hubiera otros goces- rara vez son espíritus
independientes». Es cierto: no hay hombre menos humano
que el libertino.
Y ese tipo de conquistador se presenta hoy como el verdadero
«triunfador» en este mundo. La columna número dos es el
dinero -y sus congéneres o consecuencias: el placer, el confort,
el lujo-. Si algún dogma vivimos y practicamos es éste: el dinero
abre todas las puertas; el dinero no es que dé la felicidad, es
que él mismo «es» la felicidad. En conquistarlo invierten los
hombres la mayor parte de sus sueños. A él se subordinan
todos los valores, incluso por parte de quienes se atreven a
predicar las terribles malaventuranzas que Jesús dijo contra
los ricos.
Pero los propios cristianos nos las hemos arreglado para que
aquello del evangelio -«es más difícil que un camello pase por
el ojo de una aguja que el que un rico entre en el reino de los
cielos»– haya preocupado hasta ahora mucho más a los camellos
que a los ricos.
Hemos conseguido
sustituir esa frase por la
que es verdaderamente
el evangelio del siglo XX: «Los negocios son los negocios.» Y
así es como hemos convenido todos en que «el fin de la vida es
ganar mucho dinero, y con él, comprar la muerte eterna», como
escribiera Bloy.
Y de nada sirve para alterar nuestro dogma el comprobar
que el dinero da todo menos lo importante (la salud, el amor, la
fe, la virtud, la alegría, la paz): al fin preferimos el dinero a todos
esos valores. E incluso creemos que el dinero da la libertad,
cuando sabemos que todos renunciamos a infinitas cotas de
libertad para conseguirlo.
Más difícil es aún entender nuestra obsesión de poder.
Jefferson aseguraba que jamás comprenderla cómo un ser
racional podía considerarse dichoso por el solo hecho de mandar
a otros hombres.
Y, sin embargo, es un hecho que el gran sueño de todos los
humanos es «mandar, aunque sea un hato de ganado», que
decía Cervantes. Sabemos que nada hay más estéril que el
poder -ya que a la larga son las ideas y no el poder quienes
cambian el mundo–; sabemos que «el poder corrompe y el
poder absoluto corrompe absolutamente», pero apostamos por
esa corrupción; sabemos que el poder da fuerza, pero quita
libertad; pero nos siguen encantando los puestos y los honores
aun cuando estemos convencidos de que «la fuerza y el miedo
son dos diosas poderosas que levantan sus altares sobre cráneos
blanqueados», en frase de Mika Waltari. Mandar, mandar.
Seremos felices, pensarnos, el ella en que los que están
bajo nuestra férula sean más que aquellos que nos mandan.
Y ni siquiera observamos la terrible fuerza transformadora
que el poder tiene: «Te crees liberal y comprensivo -decía Larra-
. El día que te apoderes del látigo, azotarás como te han azotado.
» Y es que el poder -todo poder- vuelve incomprendido (de
ahí la soledad radical del poderoso) y hace incomprensivo: un
poderoso no «puede» comprender, no «puede» amar, aunque
se engañe a sí mismo con falsos paternalismos.
Maurois tuvo el coraje de confesarlo: «Cuando empecé a
vivir en el campo de los que mandan, me fue imposible durante
mucho tiempo comprender las penas de los que son mandados
». Porque todo poder lleva en su naturaleza la ceguera del
que lo posee. Desde abajo se ve mal. Desde arriba no se ve
nada: la niebla del orgullo cubre el valle de los sometidos.
Y, sin embargo, ahí está el hecho: la humanidad entera vive
luchando como una jauría de perros por conseguir esos tres
huesos, dispuestos los hombres a volverse infelices para conseguirlos,
seguros de que la felicidad llegará cuando los poseamos.
Así, destrozan los hombres hasta su salud para conse-
Las columnas que sostienen
el mundo en que vivimos
4 DP Buenas Noticias «Desde la Paz»
guir un dinero y un poder que luego gastarán para recuperar -cuando ya sea tarde- la salud.
En la conquista de esos tres dogmas se apoya el gran sueño de lo que llamamos «vivir la vida». Viven la vida quienes los tienen.
Los demás -pensamos- son hombres incompletos.
Y como esos tres dogmas se resumen en uno –el egoísmo–, la búsqueda de los tres es, en rigor, una lucha contra los demás.
Porque no son cosas que se puedan compartir: o las tengo yo o las tienen los demás. Habrá que arrebatarlas. Y ya tenemos el
mundo convertido en una selva.
Si fuésemos del todo sinceros confesaríamos que es cierta la afirmación de Bloy: «Vivir la vida consiste en adueñarse de la
ajena. Los vampiros estarían de acuerdo», ya que en realidad «uno vive su vida cuando ha conseguido instalarse en el firmísimo
propósito de ignorar que hay hombres que sufren, mujeres desesperadas, mitos que mueren.
Uno vive su vida cuando hace exclusivamente lo que es grato a los sentidos, sin darse querer darse por enterado de que en el
vasto mundo hay almas y que él mismo tiene una mísera alma expuesta a extrañas y terribles sorpresas».
Pero ¿existe verdaderamente un alma? ¿Tenemos verdaderamente un alma? ¿Quién piensa en ella? ¿Quién dedica a su alma
y a las columnas que la sostendrían al menos una décima parte del tiempo que vivimos sobre la tierra?
Esta es, me parece, la pregunta verdaderamente decisiva: ¿Hay sobre la tierra otros valores por los que valdría ciertamente la
pena de vivir? ¿Otros valores con los que podríamos ser felices? ¿Otras columnas sobre las que nuestra condición humana sería
diferente?
Este artículo quiere apostar por una idea absurda: si los hombres, si al menos muchos hombres, construyeran sus vidas sobre
columnas diferentes -el amor, la solidaridad, el trabajo, la confianza, la justicia, la sencillez- este mundo sería diferente. Y vividero.
Comenzaría a romperse esa soledad que nos agarrota. Ingresaríamos en el mercado común de la felicidad.
Porque es terrible pensar con cuánta tozudez seguimos apoyándonos en las columnas que son la verdadera causa de nuestra
desgracia.
(José Luis Martín Descalzo, «Razones para el amor»)


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