Un mercado diferente

Los martes en Punata -pueblo cochabambino que me acoge- es costumbre muy antigua el famoso mercado del Valle Alto.
A primera vista, se puede pensar que se trata de un mercadillo o del rastro madrileño; ambientes de sobra conocidos, por los que nos hemos dejado caer alguna vez, buscando algo o simplemente por pasar el día, llenando nuestros sentidos de olores, colores, sabores, sonidos del ambiente que allí bullen desde la mañana y que dejan señales de su paso al caer la noche.
Conforme avanzo por la calle Sucre, viendo el movimiento de coches, buses, trufis y taxis que se acercan desde primera hora de la mañana, me vienen a la memoria esas interminables filas de coches que avanzan despacio buscando aparcamiento en los centros comerciales; los centros comerciales, esas nuevas catedrales del consumo, dónde la gente acude en masa, evadiéndose de la situación actual de crisis, desconectando de todo por un rato -incluidos sus hijos-, yendo de local en local, inmersos en un trajín de comprar todo lo que se puede, aturdidos nuestros sentidos, atrapados por la nueva tecnología o el último modelo y su promesa de hacer más ‘plena’ nuestra vida… y al final, cuando caemos exhaustos sobre el sofá de casa, comprobamos que no hemos logrado desconectar de las prisas diarias y nos sentimos, quizá, algo más vacíos.
Como cada martes la gente se da cita en el gran mercado de Punata -como si de un ritual se tratara-, unos para ofrecer su mercancía recolectada, empacada o a granel; otros para comprar los alimentos básicos para el hogar; otros simplemente para ver que hay de nuevo o para encontrarse con sus compadres y compartir un vaso de chicha.
También yo me adentro por las calles, acompañando a la hermana Andrea a por la compra de la semana; conforme avanzo, a parte de esquivar con el carro los múltiples puestos que se apiñan en la acera del parque -otros días vacío para el paseo-, se me llenan los ojos de colores, texturas y productos nuevos (chuño, oca, quinua…); oigo medidas y pesos a los que no estoy acostumbrada (cuartilla, libra, arroba…); y sigo sorprendiéndome del arte de regatear, de la capacidad de tantas mujeres de soportar todo el día bajo el sol para vender una hierbita que no les proporcionará muchos bolivianos al final de la jornada o de saber el peso de un puñado de tomates o papas con esa particular báscula de los comerciantes que calculan a ojo…
Entonces me viene a la memoria mi padre, hombre de campo emigrado a la ciudad; tan habituado a esos pesos y medidas, que con tanto cariño y empeño se esforzaba por enseñárnoslos porque eran parte de su historia, términos que -aunque casi ya olvidados- le vieron crecer.
Y así, de la mano de esta imagen tan entrañable -memoria de quién se hace presente de manera insospechada- imagino a Jesús caminando por su tierra natal; paseando por las calles llenas de gente que va y viene, saludándose, regateando en el mercado, anunciando la mejor mercancía. Jesús, hombre de campo, que más de una vez acompañaría a María a por los alimentos necesarios para la semana; que aprendería como cualquier joven de su tiempo las medidas y equivalencias; que se dejaría embriagar por los aromas, colores y texturas de tantos productos, frutas, verduras, condimentos naturales que ofrecían lo mejor de la tierra que les vio nacer, bajo la paciente espera de un Dios creador que todo lo hace bueno y nuevo cada mañana… Levadura en tres medidas de harina para fermentar la masa; granos de trigo caídos en tierra buena; un par de tórtolas o dos piñones para la ofrenda; sarmientos que dan fruto a los que se les limpia para que den más fruto…
Ensimismada regreso a casa con la compra hecha y un deseo profundo de empaparme de la vida, de las costumbres, de la gente de aquí; dejarme afectar por sus historias, sus dolores y preocupaciones, sus ilusiones y esperanzas… inevitablemente han captado mis sentidos, han entrado a formar parte de mi vida y sólo cabe -como hizo Jesús- entrelazar nuestras vidas y con el esfuerzo de todos hacer posible esa nueva tierra dónde abunde la dignidad y el derecho, la verdad y el amor,…
Definitivamente creo que, pasar tiempo en este centro comercial de los anawin de Dios, con seguridad llenará mi vida.


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