Bienaventurados los mansos

BIENAVENTURADOS LOS MANSOS

Introducción. Nos preguntamos qué significa realmente el ser manso. A mí irremediablemente me lleva al ambiente taurino, y es sinónimos de los «cabestro». Toros castrados que pierden su bravía y sirven para guiar a los toros bravos cuando estos son desechados a en las plazas, o en los san Fermínes para encabezar a la manada. Manso debe ser algo más que falto de nervio, o de valentía, o de iniciativa. Se cataloga a un manso como una persona con carácter débil, que no tiene autoridad, que le falta liderazgo e inclusive poco productiva.

Jesús se atribuyó a si mismo esa característica: «Venid a mí que soy manso y humilde» (Mt 11,29). De ahí descubrimos que las bienaventuranzas no son sólo un buen programa ético que el maestro traza para sus discípulos; ¡son el autorretrato de Jesús! Es Él el verdadero pobre, el manso, el puro de corazón, el perseguido por la justicia. Esta bienaventuranza se relaciona con un atributo del ser humano que brota como respuesta de la condición de pobreza espiritual. Bíblicamente, la palabra manso significa tener un espíritu apacible con un dominio propio que sólo se recibe de Dios a través del Espíritu Santo.

«Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra» (Mt 5,4).

Ser manso es tener el poder del Espíritu Santo, para ser comprensible con el prójimo, y son frutos de ello: amor, gozo, paz, paciencia, bondad, fe, benignidad, templanza, y sobre todo mansedumbre. El que practica la mansedumbre es feliz porque el Espíritu Santo está en su corazón, evita las discusiones, la violencia, el atropello hacia el otro y más aún perdona al que le ofende. Todas estas cualidades hacen al manso obediente ante la voluntad de Dios, por ello recibe su bendición que redunda en su felicidad.

La mansedumbre sería el aporte más importante que la espiritualidad oriental tiene que hacerle a la tradición de occidente. Si occidente se caracteriza por hacer uso de la voluntad y de la inteligencia, buscando soluciones y progreso continuamente, frente a los problemas que aparecen a lo largo de una vida. Occidente ve el pensamiento y la espiritualidad como un problema a resolver. Oriente en cambio, tiene otra visión y es más parecida al cauce de un río. Como las aguas que van fluyendo, y no se oponen a la corriente. Más que afrontar y resolver problemas, la vida se entiende cómo un fluir del que vamos aprendiendo. En las diferentes traducciones vamos captando más acentos y sinónimos de la palabra mansos, los «dulces»en francés, los que «no ejercen ninguna violencia», los «inermes»,sin armas, los «sin poder». Se es manso cuando se activa la paciencia y la humildad. La una saca a la luz las disposiciones interiores de las que brota la mansedumbre, la otra las actitudes que impulsa a tener respecto al prójimo: afabilidad, dulzura, gentileza.

Lo que Dios nos dice. Son los mismos rasgos que Pablo evidencia hablando de la caridad: «La caridad es paciente, es servicial, no es envidiosa, no se engríe…» (1 Co 13, 4-5). Mateo aplica las palabras del Siervo de Dios en Isaías: «No disputará ni gritará, la caña cascada no la quebrará, ni apagará la mecha humeante» (Mt 12, 20). Su entrada en Jerusalén a lomos de un asno se ve como un ejemplo de rey «manso» que huye de toda idea de violencia y de guerra (Mt 21, 4). La prueba máxima de la mansedumbre de Cristo se tiene en su pasión. Ningún gesto de ira, ninguna amenaza. «Insultado, no respondía con insultos; al padecer, no amenazaba» (1 Ped 2, 23). Este rasgo de la persona de Cristo se había grabado de tal forma en la memoria de sus discípulos que San Pablo, queriendo exhortar a los corintios por algo querido y sagrado, les escribe: «Os suplico por la mansedumbre y la benignidad de Cristo» (2 Co 10, 1). Predicando la humildad y la mansedumbre, el hacerse pequeños, el poner la otra mejilla, el cristianismo introdujo, una especie de revolución que ha apagado su violencia y su afán de dominio, de empuje y ha convertido su vida en donación y servicio a los demás. La preocupación por las víctimas, estar de parte del débil y del oprimido, la defensa de la vida amenazada, es en realidad un producto directo de la revolución evangélica. No es verdad que el Evangelio mortifique el deseo de hacer grandes cosas y de sobresalir. Jesús dice. «Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9, 35). Es por lo tanto lícito, e incluso está recomendado, querer ser el primero; sólo que el camino para llegar a ello ha cambiado: no elevándose por encima de los demás, tal vez aplastándoles si son un obstáculo, sino abajándose para elevar a los demás consigo.

Cómo podemos vivirlo. Ante tales circunstancias la vida cotidiana de un manso supone enfrentarse a las injusticias de este mundo y ser feliz. Esta herencia de la tierra, no se vincula a una posesión material, sino que va más allá, ya que practicando la mansedumbre se los tesoros más divinos que Dios promete. «Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia» (Col 3, 12). La mansedumbre y la bondad son como un vestido que Cristo nos ha merecido y del que, en la fe, podemos revestirnos, no para ser dispensados de la práctica, sino para animarnos a ella.


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