CUANDO NADIE ME VE.
Introducción. Este inicio de mes está siendo un regalo de parte de Dios. Me está ofreciendo, en medio de la aparente soledad externa, la posibilidad de reconocer de forma muy clara que Él es, de verdad, el verdadero compañero de mi vida. Por diferentes motivos toda mi comunidad está ausente. Me encuentro solo al frente de toda la actividad de la parroquia pero sin tensión, sin miedos, sin agobios, y eso es posible porque me siento profundamente acompañado. Es cierto que la comunidad es necesaria para la vivencia creciente de nuestra fe. Pero es que la comunidad es algo mucho más amplio que los misioneros que viven conmigo. La comunidad no es un ente externo al que yo me agrego. La comunidad es lo que llena mi corazón, lo que yo vivo con las personas. La forma de relacionarme, de escuchar, de compartir, de festejar y de vivir las preocupaciones y los sufrimientos. Comunidad son todos los hombres y mujeres que la Vida va asociando a nuestros días y que de muchas maneras y de diferentes formas, se van comprometiendo conmigo, siendo ayuda para que del proyecto del Reino se vaya concretando en nuestro mundo.
Reconozco que quien me da la fuerza, la capacidad de organizarme, de priorizar, de discernir, es el diálogo sincero y eficaz de la oración. Cuando nadie me ve, me paso ratos calmados, junto al Señor , en la capillita de la parroquia, y experimento su presencia, que lo llena todo, que lo ilumina todo. Pero no es menos verdad que me siento muy amado por las personas que me rodean. Atentas a cualquier necesidad que aparezca, desde lo más material, hasta el interés por cómo estoy por dentro, de alegre, de cansado, de feliz. Vivo en la confianza que junto a la prueba, es Jesús el que me da la fuerza para superarla. «Ninguna prueba habéis tenido que rebase lo soportable, y podéis confiar en que Dios no permitirá que seáis puestos a prueba por encima de vuestras fuerzas; al contrario, junto a la prueba, os proporcionará fuerzas suficientes para superarla». 1ª Cor 10,13.
En medio de los trabajos, los líos, el teléfono que no deja de sonar, las agendas que se empiezan a llenar, aparece el permanente recuerdo de que no estamos solos. De que hay un viajero que recorre a nuestro lado las cuestas de cada día.
Lo que Dios nos dice. » Aquel mismo día, dos de los discípulos se dirigían a una aldea llamada Emaús, que dista de Jerusalén unos once kilómetros. Iban hablando de todos estos sucesos. Mientras hablaban y se hacían preguntas, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos estaban ofuscados y no eran capaces de reconocerlo.» Lc 24,13-16. Nos pasa que nos ofuscamos con mucha facilidad. En cuanto aparece un imprevisto, un sobresalto, algo que no controlamos, nos invade la sensación de inestabilidad. De vértigo, de caída sin fondo al abismo. Y olvidamos que estamos apoyados en unas manos y en una fuerza mucho más grande que la nuestra. Hay cimiento, hay razones para la confianza. Hay una presencia continua del Amor, que recorre nuestra historia personal y comunitaria. Que nos renueva la esperanza y las fuerzas cuando las perdemos. «¿Qué Dios hay como tú, que absuelve del pecado y perdone la culpa al resto de su heredad, que no apure por siempre su ira, porque se complace en ser bueno? De nuevo se compadecerá de nosotros; sepultará nuestras culpas, y arrojará al fondo del mar nuestros pecados. Así manifestará tu fidelidad a Jacob, y tu amor a Abrahán, como lo prometiste a nuestros antepasados, desde los días de antaño». Miq 7,18-20. Si tuviéramos un poco más de fe, nos situaríamos frente a la realidad que nos envuelve confiados, abandonados, fluyendo con las fuerzas de las personas que nos acompañan. Sin resistencias que hieren, sin acusaciones, juicios o descalificaciones. El miedo nos hace injustos y solemos culpar y descalificar a personas que no tiene culpa de nada. El miedo desfigura tanto la mirada que en vez de ver a Jesús, vemos fantasmas. Y en vez de sentirnos hijos de Dios, nos convertimos en pobres víctimas abandonadas.
«Sión decía: Me ha abandonado Dios, el Señor me ha olvidado. ¿Acaso olvida una mujer a su hijo, y no se apiada del fruto de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré. Fíjate en mis manos: te llevo tatuada en mis palmas; tengo siempre presente tus murallas. Sedan prisa quienes te reconstruyen; ya se marchan los que te demolieron y te asolaron». Is 49,14-17. Justo cuando más tristes y solos nos vemos, es cuando más cerca se encuentra de nosotros la posibilidad de reconocer sorprendidos la presencia de quien nos compaña y nos guía. La misma sorpresa de los discípulos de Emaús. «¿ Quédate con nosotros, porque es tarde y está anocheciendo. Y entró para quedarse con ellos. Cuando estaba sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero Jesús desapareció de su lado. Y se dijeron uno a otro: ¿No ardía nuestro corazón mientras nos explicaba las escrituras? En aquel mismo instante se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén». Lc 24, 29-33.
Cómo podemos vivirlo. Cuando nadie nos ve podemos ejercitar la confianza y el abandono de todo aquello que nos preocupa y que nos agobia. Podemos comer el pan que cada día Dios nos regala. Tenemos cerca las palabras que hacen arder nuestro corazón. Y sobre todo podemos estar atentos a las personas que nos revelan continuamente el rostro misericordioso de Dios. Cuantas buenas noticas recibimos a través de los hermanos. Cuantas historias que nos tocan el corazón, cuantas miradas, cuantas sonrisas. Que el déficit de atención no nos robe las continuas señales que Dios nos regala de su amor y de su cuidado.