EL CUIDADO A LOS MAYORES

“En la vejez no me abandones” (cf. Sal 71,9)

Queridos hermanos y hermanas:
Dios nunca abandona a sus hijos. Ni siquiera cuando la edad avanza y las fuerzas flaquean,
cuando aparecen las canas y el estatus social decae, cuando la vida se vuelve menos productiva
y corre el peligro de parecernos inútil. Él no se fija en las apariencias (cf. 1 S 16,7) y no desdeña
elegir a aquellos que para muchos resultan irrelevantes. No descarta ninguna piedra, al contrario,
las más “viejas” son la base segura sobre las que se pueden apoyar las piedras “nuevas” para
construir todas juntas el edificio espiritual (cf. 1 P 2,5).
La Sagrada Escritura, en su conjunto, es una narración del amor fiel del Señor, del que emerge
una certeza consoladora: Dios sigue mostrándonos su misericordia, siempre, en cada etapa de la
vida, y en cualquier condición en la que nos encontremos, incluso en nuestras traiciones. Los
salmos están llenos del asombro del corazón humano frente a Dios, que nos cuida a pesar de
nuestra pequeñez (cf. Sal 144,3-4); nos aseguran que Dios nos ha plasmado en el seno materno
(cf. Sal 139,13) y que no entregará nuestra vida a la muerte (cf. Sal 16,10). Por tanto, podemos
tener la certeza de que también estará cerca de nosotros durante la ancianidad, tanto más porque
en la Biblia envejecer es signo de bendición.
Y, sin embargo, en los salmos encontramos además esta sentida súplica al Señor: «No me
rechaces en el tiempo de mi vejez» (Sal 71,9). Una expresión fuerte, muy cruda. Nos lleva a
pensar en el sufrimiento extremo de Jesús que exclamó en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué
me has abandonado?» (Mt 27,46).

En la Biblia, pues, hallamos la certeza de la cercanía de Dios en cada etapa de la vida y, al
mismo tiempo, encontramos el miedo al abandono, particularmente en la vejez y en el momento
del dolor. No se trata de una contradicción. Mirando a nuestro alrededor no nos resulta difícil
comprobar cómo esas expresiones reflejan una realidad más que evidente. Con mucha
frecuencia la soledad es la amarga compañera de la vida de los que como nosotros son mayores
y abuelos. Siendo obispo de Buenos Aires, muchas veces tuve ocasión de visitar residencias de
ancianos y me di cuenta de las pocas visitas que recibían esas personas; algunos no veían a sus
seres queridos desde hacía muchos meses.
Las causas de esa soledad son múltiples. En muchos países, sobre todo en los más pobres, los
ancianos están solos porque sus hijos se han visto obligados a emigrar. Pienso también en las
numerosas situaciones de conflicto; cuántos ancianos se quedan solos porque los hombres
—jóvenes y adultos— han sido llamados a combatir y las mujeres, sobre todo las madres con
niños pequeños, dejan el país para dar seguridad a los hijos. En las ciudades y en los pueblos
devastados por la guerra, muchas personas mayores se quedan solas, como únicos signos de
vida en zonas donde parece reinar el abandono y la muerte. En otras partes del mundo, además,
existe una falsa creencia, muy enraizada en algunas culturas locales, que genera hostilidad
respecto a los ancianos, acusados de recurrir a la brujería para quitar energías vitales a los
jóvenes; de modo que, en caso de que una muerte prematura, una enfermedad o una suerte
adversa afecte a un joven, la culpa recae sobre algún anciano. Esta mentalidad se debe combatir
y erradicar. Es uno de esos prejuicios infundados, de los que la fe cristiana nos ha liberado, que
alimenta persistentes conflictos generacionales entre jóvenes y ancianos.
Si lo pensamos bien, esta acusación dirigida a los mayores de “robar el futuro a los jóvenes” está
muy presente hoy en todas partes. Esta también se encuentra, bajo otras formas, en las
sociedades más avanzadas y modernas. Por ejemplo, hoy en día está muy extendida la creencia
de que los ancianos hacen pesar sobre los jóvenes el costo de la asistencia que ellos requieren, y
de esta manera quitan recursos al desarrollo del país y, por ende, a los jóvenes. Se trata de una
percepción distorsionada de la realidad. Es como si la supervivencia de los ancianos pusiera en
peligro la de los jóvenes. Como si para favorecer a los jóvenes fuera necesario descuidar a los
ancianos o, incluso, eliminarlos. La contraposición entre las generaciones es un engaño y un fruto
envenenado de la cultura de la confrontación. Poner a los jóvenes en contra de los ancianos es
una manipulación inaceptable; «está en juego la unidad de las edades de la vida, es decir, el real
punto de referencia para la comprensión y el aprecio de la vida humana en su totalidad»
(Catequesis 23 febrero 2022).
El salmo citado anteriormente —en el que se suplica no ser abandonados en la vejez— habla de
una conspiración que ciñe la vida de los ancianos. Parecen palabras excesivas, pero
comprensibles si se considera que la soledad y el descarte de los mayores no son casuales ni
inevitables, son más bien fruto de decisiones —políticas, económicas, sociales y personales—
que no reconocen la dignidad infinita de toda persona «más allá de toda circunstancia y en
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cualquier estado o situación en que se encuentre» (Decl. Dignitas infinita, 1). Esto sucede cuando
se pierde el valor de cada uno y las personas se convierten en una mera carga onerosa, en
algunos casos demasiado elevada. Lo peor es que, a menudo, los mismos ancianos terminan por
someterse a esta mentalidad y llegan a considerarse como un peso, deseando ser los primeros
en hacerse a un lado.

Por otra parte, hoy son muchas las mujeres y los hombres que buscan la propia realización
personal llevando una existencia lo más autónoma y desligada de los demás que sea posible. Las
pertenencias comunes están en crisis y se afirman las individualidades; el pasaje del “nosotros” al
“yo” se muestra como uno de los signos más evidentes de nuestro tiempo. La familia, que es la
primera y la más radical oposición a la idea de que podemos salvarnos solos, es una de las
víctimas de esta cultura individualista. Pero cuando se envejece, a medida que las fuerzas
disminuyen, el espejismo del individualismo, la ilusión de no necesitar a nadie y de poder vivir sin
vínculos se revela tal cual es: uno se encuentra en cambio teniendo necesidad de todo, pero ya
solo, sin ninguna ayuda, sin tener a alguien con quien poder contar. Es un triste descubrimiento
que muchos hacen cuando ya es demasiado tarde.
La soledad y el descarte se han vuelto elementos recurrentes en el contexto en el que estamos
inmersos. Estos tienen múltiples raíces: en algunos casos son el fruto de una exclusión
programada, una especie de triste “complot social”; en otros casos se trata lamentablemente de
una decisión propia. Otras veces también se los sufre fingiendo que se trate de una elección
autónoma. Estamos perdiendo cada vez más «el sabor de la fraternidad» (Carta enc. Fratelli tutti,
33) e incluso nos cuesta imaginar algo diferente.
En muchos ancianos podemos advertir ese sentimiento de resignación del que habla el libro de
Rut, cuando relata que la anciana Noemí —después de la muerte del marido y de los hijos—
invitó a sus nueras, Orpá y Rut, a regresar a sus países de origen y a sus casas (cf. Rut 1,8).
Noemí —como tantos ancianos de hoy— teme quedarse sola, pero no consigue imaginar algo
distinto. Como viuda, es consciente de valer poco ante la sociedad y está convencida de ser un
peso para esas dos jóvenes que, al contrario de ella, tienen toda la vida por delante. Por eso
piensa que sea mejor hacerse a un lado y ella misma invita a las jóvenes nueras a dejarla y a
construir su futuro en otros lugares (cf. Rut 1,11-13). Sus palabras son un concentrado de
convenciones sociales y religiosas que parecen inmutables y que marcan su destino.
El relato bíblico nos presenta en este momento dos opiniones diferentes frente a la invitación de
Noemí y, por tanto, frente a la vejez. Una de las dos nueras, Orpá, que le tiene cariño a Noemí,
con un gesto afectuoso la besa, pero acepta lo que ella también cree que es la única solución
posible y sigue su propio camino. Rut, en cambio, no se separa de Noemí y le dirige palabras
sorprendentes: «No insistas en que te abandone» (Rut 1,16). No tiene miedo de desafiar las
costumbres y la opinión común, siente que esa mujer anciana la necesita y, con valentía,
permanece a su lado, dando inicio a una nueva travesía para ambas. A todos nosotros
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—acostumbrados a la idea de que la soledad es un destino inevitable— Rut nos enseña que a la
súplica “¡no me abandones!” es posible responder “¡no te abandonaré!”. No duda en trastocar lo
que parece una realidad inmutable, ¡vivir solos no puede ser la única alternativa! No es
casualidad que Rut —la que se quedó acompañando a la anciana Noemí— sea un antepasado
del Mesías (cf. Mt 1,5), de Jesús, el Emanuel, Aquel que es “Dios con nosotros”, Aquel que lleva
la cercanía y la proximidad de Dios a todos los hombres, de todas las condiciones y de todas las
edades.
La libertad y la valentía de Rut nos invitan a recorrer un camino nuevo. Sigamos sus pasos,
hagamos el viaje junto a esta joven mujer extranjera y a la anciana Noemí, no tengamos miedo de
cambiar nuestras costumbres y de imaginar un futuro distinto para nuestros ancianos. Nuestro
agradecimiento se dirige a todas esas personas que, aun con muchos sacrificios, han seguido
efectivamente el ejemplo de Rut y se están ocupando de un anciano, o sencillamente muestran
cada día su cercanía a parientes o conocidos que no tienen a nadie. Rut eligió estar cerca de
Noemí y fue bendecida con un matrimonio feliz, una descendencia y una tierra. Esto vale siempre
y para todos: estando cerca de los ancianos, reconociendo el papel insustituible que estos tienen
en la familia, en la sociedad y en la Iglesia, también nosotros recibiremos muchos dones, muchas
gracias, muchas bendiciones.
En esta IV Jornada Mundial dedicada a ellos, no dejemos de mostrar nuestra ternura a los
abuelos y a los mayores de nuestras familias, visitemos a los que están desanimados o que ya no
esperan que un futuro distinto sea posible. A la actitud egoísta que lleva al descarte y a la soledad
contrapongamos el corazón abierto y el rostro alegre de quien tiene la valentía de decir “¡no te
abandonaré!” y de emprender un camino diferente.
A todos ustedes, queridos abuelos y mayores, y a cuantos los acompañan, llegue mi bendición
junto con mi oración. También a ustedes les pido, por favor, que no se olviden de rezar por mí.
Roma, San Juan de Letrán, 25 de abril de 2024
FRANCISCO


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