La crisálida

LA CRISÁLIDA (EL ARTE DE RECOMENZAR)

Introducción. Tengo una amiga que es una artista y me invitó a la inauguración de una exposición colectiva en la que exponía una pieza suya. El título de la obra era: “Crisálida 320”. Ver la obra expuesta fue sentir un impacto estético, una oportunidad de contemplar y admirar la belleza creativa de mi amiga. Pero cuando me explicó en primera persona lo que había creado y su significado, la belleza de la obra se cargó de sentido y de profundidad. La escultura tenía dos partes bien diferenciadas. Por un lado, un listón recto, de gran longitud. Relleno de gresite, pequeñas piezas reflectantes como un mosaico, con uno de los lados pintados con un verde fluorescente que recorría el listón en su totalidad. Del eje central parecían unas formas sinuosas, enrevesadas, curvas, como las hojas de un lilium, parecían motivos vegetales, vivos, cargados de movimiento. Esa combinación entre lo recto, lo prolongados, lo definido. Y las formas curvas que caracoleaban, se escondían era muy sugerente. La artista me lo explicó: creemos que la vida es una línea clara, con un inicio, un fin, un proyecto, unas etapas, un proceso. Pero esa visión “idealizada “de la vida, contrasta con la experiencia real y cotidiana de nuestras biografías, que están envueltas de nudos, de equivocaciones, de heridas, de historias que nos han atormentado y lo siguen haciendo a lo largo de nuestra vida. Esa vivencia contradictoria de lo que “tendría que ser” y luego lo que en realidad ocurre, es algo que la Eucaristía tiene muy presente en su dinamismo interno. Porque empezamos las Eucaristía con la petición de perdón. Porque Dios quiere que nos presentemos en su presencia, no como perfectos y puros, sino como profundamente necesitados de su misericordia. La Eucaristía no es un premio para los buenos, sino un alimento para los enfermos.

Lo que Dios nos dice. «Por algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, les contó esta parábola: Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo, el otro recaudador. El fariseo, de pie, oraba así en voz baja: Oh Dios, te doy gracias porque no soy como el resto de los hombres, ladrones, injustos, adúlteros, o como ese recaudador. Ayuno dos veces por semana y pago diezmos de cuanto poseo. El recaudador, de pie y a distancia, ni siquiera alzaba los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: Oh Dios, ten piedad de este pecador. Os digo que éste volvió a casa absuelto y el otro no. Porque quien se ensalza será humillado y quien se humilla será ensalzado» (Lc 18,9-14).

Alégrate y haz fiesta, porque ahora, en la celebración de esta Eucaristía puedes experimentar la misericordia de Dios, que perdona tu pecado, volcando su amor sobre ti. Tu pecado, que es ausencia de amor, queda cancelado por su derroche de amor. Pídeselo, oportuna e importunamente. La oración de petición del amigo importuno es uno de los modelos de oración que nos dejó Jesús (cf. Lc 11,5-13). Recuerda que es imposible que insistas e insistas y no seas atendido. Su presencia reconforta el ánimo y es capaz de restaurar la mejor versión de nosotros. Pero ¿le invitamos de verdad a tocar nuestra debilidad? ¿Queremos que venga a conocernos en las zonas de nuestra vida más oscura, personal e íntima? ¿Deseamos anunciarlo a las personas que más queremos? ¿Es la misión algo integrado en nuestra forma de vivir la fe? ¿Permitimos que nos vea tal como somos en nuestra vida cotidiana? Tenemos que atrevernos a decirle: “Confío en ti; me entrego a ti con todo mi ser, en cuerpo y alma. No quiero tener secretos para ti. Puedes ver todo lo que hago y oír todo cuanto digo. No quiero que seas un desconocido.

            «Por tanto no les tengáis miedo. No hay nada encubierto que no se descubra, ni escondido que no se divulgue. Lo que os digo de noche decidlo en pleno día; lo que escucháis al oído pregonadlo desde las azoteas. No temáis a los que matan el cuerpo y no pueden matar el alma; temed más bien al que puede acabar con cuerpo y alma en el fuego» (Mt 10,26-28).

Somos personas muchas veces paralizadas por nuestro pasado. Nos sentimos con la pesada carga de arrastrar una vivencia llena de límites y de errores que a veces consideramos imperdonables. Celosos de nuestra imagen nos da pánico que los demás descubran que somos frágiles y pecadores. Desde el inicio de cada Eucaristía, esa preocupación por mantener la imagen, por guardar las apariencias, se ve desarmada. Somos una comunidad de pobres, no hace falta empeñarnos en vender una imagen de perfección, cuando todos somos conscientes de nuestra condición de pobres pecadores. Esa liberación de tanta exigencia hace que nuestra forma de participar en la celebración no sea una rígida imposición de medallas. O el reconocimiento público de la entrega de galardones. Somos una familia de necesitados heridos que venimos al encuentro de Dios a que nos sane y nos devuelva las fuerzas para seguir en el camino de la fe.

Cómo podemos vivirlo. Si no confiamos en nosotros mismos, ¿cómo vamos a confiar en alguien distinto de nosotros? ¿Estamos dispuestos a dejarle moverse libremente por todos los espacios de nuestra vida? ¿Queremos realmente que vea nuestra nuestras fragilidades y oscuridades? Que cada Eucaristía se convierta para nosotros en una vuelta al origen, ala raíz, a lo más radical de nosotros mismos. La sobreabundancia del amor de Dios que nos llama y nos restaura en nuestra condición de hijos.


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