La semilla cayo en tierra buena

LA SEMILLA CAYÓ EN TIERRA BUENA Introducción. Una evidencia real que sufrimos cada día es el sentimiento de fragilidad y de indignidad frente a lo que el Señor nos pide que vivamos. Es una distancia tan grande la que nos separa entre lo que vivimos, sentimos, decidimos y hacemos cada día y lo que el Evangelio nos propone, que con mucha facilidad podemos caer en el desánimo y en la auto descalificación. ¡Gracias Señor por llamarnos a una vida tan grande, pero de verdad, no es para mí! Del sueño grande de Dios, nosotros nos vamos conformando con perspectivas más de supervivencia que de sobreabundancia. Más identificados con el ir tirando que con vivir expandiendo los talentos y las capacidades que Dios nos ha ido dando. Tú Señor, hablando de gratuidad, y a nosotros nos sale continuamente el interés y la acepción de personas. Tú hablas de no juzgar y nosotros estamos todo el día permanentemente en el juicio y en la comparación. Tú hablando de confiar, como un pájaro del cielo, como los lirios del campo (cf. Mt 6,26-33), y nosotros aferrados continuamente a lo que nos ofrece seguridad y control. Nerviosos perdidos frente a una visita al médico en la que me van a dar un resultado de una analítica, o frente a una llamada del jefe para ir a verle a su despacho. Y así podíamos seguir con cada una de las páginas del evangelio. Una cosa es lo que nos pides y ofreces y otra muy distinta lo que pobremente logramos asimilar y vivir. Lo que Dios nos dice. “Nos consta que la ley es espiritual, pero yo soy carnal y estoy vendido al pecado. Lo que realizo no lo entiendo, porque no ejecuto lo que quiero, sino que hago lo que detesto. Pero si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con que la ley es excelente. Ahora bien, no soy yo quien lo ejecuta, sino el pecado que habita en mí. Sé que, en mí, es decir, en mi vida instintiva, no habita el bien. Querer hacer el bien lo tengo al alcance, ejecutar el bien no.” Rom 7,14-18. Desear hacer el bien, lo tenemos todos inscrito en lo profundo de nuestros deseos. Tanto en el ambiente familiar, el ser buenos padres, buenos profesionales, esposos, esposas, hasta ser buenos curas o religiosas, pero luego acontece que la fragilidad, la ambigüedad, los miedos se hacen presentes y nos desacreditan en todo lo que era bueno intención. De ahí que salga el cansancio, la desconfianza, hasta cierto escepticismo. De que vale creer si luego soy como los demás. Esa reacción está motivada por el orgullo de querer caminar por la vida contando sólo con nuestras fuerzas para realizar el proyecto que Dios nos confía. La vida que Jesús nos propone, sea cual sea nuestra dedicación es una ida confiada en su cercanía y en su gracia derramada continuamente en nosotros. “Cuantos se dejan llevar del Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y no habéis recibido un espíritu de esclavos, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos que nos permite clamar Abba, Padre. El Espíritu atestigua a nuestro espíritu que somos hijos de Dios. Si somos hijos, también somos herederos: herederos de Dios, coherederos con el Mesías; si compartimos su pasión, compartiremos su gloria. Estimo que los sufrimientos del presente no tienen proporción con la gloria que se ha de revelar en nosotros. La humanidad aguarda expectante a que se revelen los hijos de Dios. La humanidad fue sometida al fracaso, no de grado, sino por imposición de otro; pero con la esperanza de que esa humanidad se emanciparía de la esclavitud de la corrupción para obtener la libertad gloriosa de los hijos de Dios”. Rom 8,14-21. La llamada que recibimos de parte de Dios es a inaugurar esta vida de hijos muy amados. No de personas deshabitadas y solitarias, sino de personas profundamente acompañadas y confiadas que depositan la confianza, no en sus propios límites, sino en la capacidad que Dios nos regala de forma continuada. Podemos mucho más de lo que nos creemos, a la hora de amar, de construir, de dialogar, de compartir. Los límites nos los ponemos nosotros. El no puedo, el no sé, el no me siento capaz, aparece cuando nos miramos a nosotros mismo, pero cuando levantamos la mirada y vemos que el que cree en nosotros confía plenamente en nosotros, es cuando activamos la confianza en que nada va a salir mal. “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos porque el siervo no sabe lo que hace el amo. A vosotros os he llamado amigos porque os comuniqué cuanto escuché a mi Padre. No me elegisteis vosotros; yo os elegí y os destiné a ir y dar fruto, un fruto que permanezca; así, lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo concederé.” Jn 15,13-16. Por eso, si nos llama el Señor, no podemos temer ni recular. Estoy firmemente convencido que el que empezó en nosotros la buena obra, el mismo la llevará a término, no porque seamos perfectos o intachables, sino porque él nos dará la capacidad de cumplir con lo que se espera de nosotros. Dios no llama a los capaces, sino que capacita a los que llama. Nuestras vidas están donde deben de estar, con las personas que debemos estar, lo que Dios ha unido no lo tenemos que separar nosotros. Y esa confianza es el ambiente propio para decir continuamente que sí a los planes y proyectos que la vida nos presenta. Claro que nos superan, que nos vemos incapaces, pobres, frágiles, pero justo en ese espacio de barro es donde se revela el tesoro. Como podemos vivirlo. “Ese tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea que su fuerza superior procede de Dios y no de nosotros. Por todas partes nos aprietan, pero no nos ahogan; estamos apurados, pero no desesperados; somos perseguidos, pero no desamparados; derribados, pero no aniquilados; siempre transportando en el cuerpo la muerte de Jesús, para que se manifieste en nuestro cuerpo la vida de Jesús”. 2 Cor 4,7-10. Nuestra responsabilidad es ponerlo todo, no guardarnos nada, convencidos que Dios nos conoce y sabe que si confiamos en Él, haremos obras grandes, como decía la Virgen María: «Ha mirado la humildad de su sierva y está haciendo obras grandes en su pequeñez».


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