BIENAVENTURADOS LOS QUE TRABAJAN POR LA PAZ, PORQUE ELLOS SERÁN LLAMADOS HIJOS DE DIOS.
Introducción. Estamos siendo testigos directos de como la Palabra de Dios se está haciendo carne y realidad en nuestros días. Cuantos hombres y mujeres se están dejando la vida, literalmente, en sus puestos de trabajo, haciendo que una crisis de esta magnitud del Covid-19, nunca vista antes, pueda tener salida lo más rápidamente posible. Sanitarios, limpiadores, cuerpos de seguridad, el Ejército, camioneros, reponedores de supermercados. Padres y madres de familia con creatividad educativa, vecinos generosos, farmacéuticos, artistas, docentes, hombres y mujeres construyendo mascarillas, viseras, taxistas que llevan a la gente gratis a los hospitales. La lista se vuelve inacabable, compañeros sacerdotes acompañando enfermos, religiosas de clausura rezando por todos. Hacer de la vida una entrega por los demás es trabajar por la paz y es hacer lo que Dios nos pide. Por eso los aplausos de cada día a las 20 h. es el grito que sale de lo más profundo de cada uno de nuestros corazones: «¡Gracias, mil gracias!», por enseñarnos a hacer de la tragedia y de la oscuridad una oportunidad para trabajar por la Paz y convertirnos en sembradores de esperanza. Y eso es lo que nos hace ser y vivir como hijos e hijas de Dios.
Lo que Dios nos dice. «Ved qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamamos hijos de Dios y lo somos. Por eso el mundo no nos reconoce, porque no lo reconoce a él. Queridos, ya somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando aparezca, seremos semejantes a él y lo veremos como él es. Quien espera en él de esa manera se purifica como él es puro» (1Jn 3,1-3).
Más allá de si nos identificamos con etiquetas religiosas o de definiciones entre creyentes o no, católicos, cristianos, agnósticos o ateos, algo que es claro es que el ser humano está llamado desde su origen al Amor, al compartir, al cuidar. Le preguntaron hace unos años a la antropóloga Margaret Mead cual era lo que ella consideraba la primera señal de civilización de una cultura. El alumno que preguntó esperaba que dijera algo de anzuelos, vasijas y ollas de barro, piedras afiladas, pero Mead contestó que la primera señal de civilización de una cultura era un fémur, roto y cicatrizado. Mead explicó que en el reino animal si te rompes una pierna mueres. No puedes correr para huir del peligro, ir al río para beber agua o cazar comida. Eres carne fresca para los depredadores. Ningún animal sobrevive a una pierna rota, con tiempo suficiente para que el hueso se cure. Un fémur roto que cicatrizó, es evidente que alguien tuvo tiempo y lo dedicó para quedarse con el que cayó, trató su herida, lo llevó a la seguridad, y cuidó de él hasta que se recuperó. «Ayudar a alguien durante la dificultad, es donde comienza la civilización, dijo Mead. Y yo añado es cuando se manifestó la divinidad en lo humano, el ser hijos e hijas de Dios.
«Os he dicho esto para que participéis de mi alegría y vuestra alegría sea colmada. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os amé. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos porque el siervo no sabe lo que hace el amo. A vosotros os he llamado amigos porque os comuniqué cuanto escuché a mi Padre. No me elegisteis vosotros; yo os elegí y os destiné a ir y dar fruto, un fruto que permanezca; así, lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo concederé». (Jn 15,11-16).
Trabajar por la paz es sentir que te duele la vida del otro, que no eres indiferente a su situación. Que activas los dinamismos de la compasión. Que la vida te va acercando sin nosotros saber muy bien porque, a un grupo concreto de personas, de rostros, de situaciones, y que activas libremente todos los mecanismos del amor, es dejar que sus vidas nos afecten. Trabajar por la paz es ser capaz de compartir lo que somos, lo que tenemos, seguro que sentimos que es poco, que es insuficiente. Pero cuando se acercó el niño con sus cinco panes y sus tres peces y los puso en las manos de Jesús, se obró el milagro, la multiplicación el que hubiera para todos. Eso creo que lo podemos reconocer también en estos días inciertos. No todos los héroes llevan capa, se visten de héroes, de santos, de ángeles, personas concretas, que puede que lo sepan o no, pero están dando su vida, están viviendo lo que Dios sueña con ellas. Están siendo y están viviendo el ser hijos de Dios, y están a pesar del agotamiento, siendo bienaventurados.
Cómo podemos vivirlo. Destaca y sorprende por el contrario los que siguen sembrando la división, el odio, el conflicto, la ira y la rabia. Los que van a lo suyo, los que acaparan, contaminan, llenan las redes de bulos y mentiras. Los que estafan aprovechando el desconcierto, el miedo, la confusión. Pero la luz es más fuerte que las tinieblas, y las opciones personales que cada uno vamos haciendo van dejando sus frutos. En medio de noticias tristes y desoladoras. El mundo está lleno de tesoros y de barro, de trigo y de cizaña. Pero la fe nos anima e impulsa a confiar en el amor de Jesús, que nos ha enseñado con su vida que es posible creer.
«Os he dicho esto para que gracias a mí tengáis paz. En el mundo pasaréis aflicción; pero tened valor: yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).