Lectura orante del Evangelio: Marcos 7,1-8.14-15.21-23
COMPARTIENDO REFLEXIONES DE AMIGOS.
Vigila sobre tu corazón. Todos los días, estate atento a lo que sucede en tu corazón (Papa Francisco).
Se acercó a Jesús un grupo de fariseos con algunos letrados de Jerusalén. La novedad que trae Jesús atrae, sorprende, ¿molesta? Los maestros de la ley, los que se creen sabios, ponen cerco a la libertad que se respira en torno a Jesús, les irrita su bondad y ternura. Se acercan a él con el corazón manchado; más que acercarse, lo cercan; así es muy difícil que se encuentren con la verdad de Jesús. ¿Cómo nos acercaremos nosotros hoy a Jesús? ¿Con qué sabiduría que enseña a vivir bien? ¡Cuida tus alas!, decía san Agustín a los jóvenes. Lo haremos cuidando el corazón, porque el corazón constituye las alas del espíritu; limpiando el corazón, sin creernos más que los demás; volando al aire del Espíritu. Si confiamos en él, ningún falso letrado podrá contra nosotros. No nos faltes tú, Señor, que no hay mayor ganancia que vivir confiando en ti. ¡Oh Señor, cuán diferentes son tus caminos de nuestras torpes imaginaciones!
¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen tus discípulos las tradiciones de los mayores? La mentalidad estrecha de los fariseos es también la de hoy. Aunque practiquemos la oración, no por eso estamos libres de esa peste. Si nos brotan preguntas insidiosas, cuya pretensión es la de controlar la vida de los demás, entonces nuestra oración necesita una profunda conversión. La comunión con Dios es algo fascinante, va mucho más allá de tradiciones y de intentos de fiscalizar vidas ajenas, nos lleva a acoger a los demás y a bendecirlos. Los mandamientos de Dios liberan, alegran. Dios no se echa para atrás. Señor, enséñanos a mirar nuestras faltas y dejar las ajenas, que, de aquellos, a los que criticamos, tenemos mucho que aprender.
Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. Jesús hace presente la queja de Dios, manifestada por los profetas. Cuando la oración desconoce el camino del corazón se queda sólo en los labios y no llega al corazón de Dios. La verdadera oración nace de un corazón, abierto a Dios y a los demás. El Espíritu nos llama a una conversión profunda, a una unidad entre lo que pensamos y obramos, a poner el corazón en lo que hacemos, también, cómo no, en la oración. Pruébanos tú, Señor, que sabes las verdades, para que nos conozcamos (Santa Teresa). Danos, Señor, sabiduría y entendimiento para seguir tus caminos.
El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos. Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres. Las normas, por sí mismas, no tienen valor; hinchan, pero no conducen al amor ni a la libertad de los hijos e hijas de Dios. El hecho de ser observantes no nos hace mejores orantes. Las tradiciones humanas nunca han de tener la primacía. Lo primero es siempre Jesús y su llamada al amor y a la misericordia. Los verdaderos mandamientos de Dios son los que liberan nuestras conciencias oprimidas y nos dan la salud, que es el amor. Nuestro corazón es para ti, Señor. Que tu Espíritu entre en nosotros y nos inunde con su amor. Que ya sólo el amor sea nuestro ejercicio
Albert Einstein solía decir: “Es más fácil desintegrar un átomo que un preconcepto”. Los prejuicios son muy fuertes, como lo demuestra la experiencia de un grupo de científicos que colocó cinco monos en una jaula, en cuyo centro acomodaron una escalera y, sobre ella, un montón de bananos. Cuando un mono subía la escalera para agarrar los bananos, los científicos lanzaban un chorro de agua fría sobre los que quedaban en el suelo. Después de algún tiempo, cuando un mono iba a subir la escalera, los otros lo agarraban a palos. Pasado algún tiempo más, ningún mono subía la escalera, a pesar de la tentación de los bananos. Entonces, los científicos sustituyeron uno de los monos. La primera cosa que hizo fue subir la escalera, siendo rápidamente bajado por los otros, quienes le pegaron. Después de algunas palizas, el nuevo integrante del grupo ya no subió más la escalera.
Un segundo mono fue sustituido, y ocurrió lo mismo. El primer sustituto participó con entusiasmo de la paliza al novato. Un tercero fue cambiado, y se repitió el hecho. El cuarto y, finalmente, el último de los veteranos fue sustituido. Los científicos quedaron, entonces, con un grupo de cinco monos que, aun cuando nunca recibieron un baño de agua fría, continuaban golpeando a aquel que intentase llegar a los bananos. Si fuese posible preguntar a algunos de ellos por qué le pegaban a quien intentase subir la escalera, con certeza la respuesta sería: «No sé, las cosas siempre se han hecho así aquí…» ¿Será que esto nos suena conocido? ¿Por qué estamos haciendo las cosas de una manera, si a lo mejor las podemos hacer de otra?
Cuando los fariseos y los maestros de la ley se dieron cuenta de que algunos discípulos de Jesús comían con las manos impuras, le preguntan a Jesús: “¿Por qué tus discípulos no siguen la tradición de nuestros antepasados sino que comen con las manos impuras?” Jesús, entonces, contestó: “Bien habló el profeta Isaías acerca de lo hipócritas que son ustedes, cuando escribió: ‘Este pueblo me honra con la boca, pero su corazón está lejos de mí. De nada sirve que me rindan culto: sus enseñanzas son mandatos de hombres’. Porque ustedes dejan el mandato de Dios para seguir las tradiciones de los hombres”.
A partir de esta reflexión, el Señor recuerda a los que cuestionan el cambio de las costumbres humanas que “Nada de lo que entra de afuera puede hacer impuro al hombre. Lo que sale del corazón del hombre es lo que lo hace impuro. (…) Porque de adentro, es decir, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, la inmoralidad sexual, los robos, los asesinatos, los adulterios, la codicia, las maldades, el engaño, los vicios, la envidia, los chismes, el orgullo y la falta de juicio. Todas estas cosas malas salen de dentro y hacen impuro al hombre”. Entre nosotros también pueden aparecer preguntas como las de los fariseos y los maestros de la ley. Muchas cosas las hacemos como las hacemos, porque así se han hecho siempre. Como los monos del experimento, repetimos las costumbres sin preguntarnos por qué lo hacemos así. Jesús nos quiere libres para saber reconocer cuál es el verdadero origen del mal en el mundo y no achacarlo a las costumbres humanas, que siempre pueden cambiar.